La temperatura de la pared
tiene una gran importancia para el confort y la salud en los hábitats. Miremos el caso en invierno:

Cuando las envolventes de nuestro entorno – suelo, paredes y techos – o bien las ventanas, puertas o muebles son notablemente más frías que el aire que nos envuelve, apreciamos un malestar térmico ya que éstas restan calor a nuestro cuerpo. Al disponer continuamente de unos 36ºC podríamos así calentar las paredes con nuestro calor radiante (un adulto emite unos 100-400 W según su actividad). Tendríamos que comer mucho, movernos constantemente, o tener la casa siempre llena de gente, es una opción… También podemos evitar esa pérdida de calor con una capa gruesa de jerseys y chaquetas, el aislamiento térmico de nuestro propio cuerpo.
El calor radiante busca cuerpos de densidad elevada; al aire afecta bien poco (prueba: esquiar en manga corta cuando hace buen sol). Puedo calentar el aire (con un ventilador o convector) a 24ºC y sentir las paredes frías. Y a la inversa puedo estar sentado tranquilamente a 19ºC cuando las paredes están cálidas. Los números exáctos dependen de cada caso, de la superficie radiante, de su color su temperatura, de la persona, su vestimiento y actividad, de la corriente del aire, su humedad relativa y temperatura seca…
Entonces, la mejor opción en invierno es una pared o ventana bien construida, con una cara interior cálida, una temperatura cercana a la nuestra que apenas nos resta calor, para no sentir frío.
¿Y en verano? Pues lo mismo al revés: Un elemento aislante del calor exterior será más fresco por dentro y por tanto mucho más agradable ya que nos resta calor que nos sobra (prueba: tumbarse en el suelo de una casa sin sótano en verano). Una buena ventana, con cristales con cámara y tratamiento reflejante mantendrá el calor fuera. Un material de alto valor de calor específico será una buen aislante contra el calor y una pared refrescante un pequeño lujo…